Corriente renovadora de la Iglesia proveniente de Europa durante las décadas sesenta y setenta, después del Concilio Vaticano II (1959-1965), inaugurado por Juan XXIII y concluido por Pablo VI, abrió las puertas a una teología de cara al pueblo. Este nucleamiento tercermundista incluyó un amplio arco en el que actuaron sacerdotes, religiosas y laicos, cuyas ideas y prácticas se nuclearon en torno a grupos de procedencia social muy diferentes. En Argentina surgió en 1967 se mantuvo hasta finales del ´74 cuando el movimiento comienza a fragmentarse.
Uno de los antecedentes de esta teoría para la liberación fue expresada en el Manifiesto de los 18 obipos para el Tercer Mundo, en
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Frente a los movimientos que actualmente sublevan a las masas obreras y campesinas del Tercer Mundo algunos obispos, pastores de estos pueblos, dirigen este mensaje a sus sacerdotes, a sus fieles y a todos los hombres de buena voluntad. Esta carta prolonga y adapta la encíclica sobre el desarrollo de los pueblos.
Desde Colombia y Brasil hasta Oceanía y China, pasando por el Sahara, Yugoeslavia y el Medio Oriente, la luz del Evangelio esclarece las preguntas que, casi siempre las mismas, son planteadas por todas partes.
En el momento en que los pueblos y las razas pobres, toman conciencia de sí mismos y de la explotación de la cual todavía son víctimas, este mensaje dará valor a todos los que sufren y luchan por la justicia, condición indispensable de la paz.
1. Como obispos de algunos de los pueblos que se esfuerzan y luchan por su desarrollo, nosotros unimos nuestra voz al llamado angustioso del Papa Pablo VI en la encíclica Populorum Progressio, con el fin de precisar sus deberes a nuestros sacerdotes y fieles, y para dirigir a todos nuestros hermanos del Tercer Mundo algunas palabras de aliento.
2. Nuestras Iglesias situadas en el Tercer Mundo se ven mezcladas en el conflicto en el que se enfrentan ahora no sólo Oriente y Occidente, sino los tres grandes grupos de pueblos: las potencias occidentales enriquecidas en el siglo pasado, dos grandes países comunistas transformados en grandes que busca todavía cómo escapar del dominio de los grandes y desarrollarse libremente. Incluso dentro de naciones desarrolladas, ciertas clases sociales, ciertas razas o ciertos pueblos no han obtenido todavía el derecho a una vida verdaderamente humana. Un empuje irresistible lleva a estos pueblos pobres hacia su promoción para liberarse de todas las fuerzas de opresión. Si bien la mayoría de las naciones han logrado conquistar su libertad política, son todavía raros los pueblos económicamente libres. Son igualmente raros aquellos donde reina la igualdad social, condición indispensable de una verdadera fraternidad, ya que la paz no puede existir sin justicia. Los pueblos del Tercer Mundo forman el proletariado de la humanidad actual, explotados por los grandes y amenazados en su existencia misma por los que, solo por ser los más fuertes, se arrogan el derecho de ser los jueces y los policías de los pueblos materialmente menos ricos. Ahora bien, nuestros pueblos no son ni menos honestos ni menos justos que los grandes de este mundo.
3. En la evolución actual del mundo, las revoluciones se han producido o se están produciendo. Ello no tiene nada de sorprendente. Todos los poderes ya establecidos han nacido en una época más o menos lejana de una revolución, es decir, de una ruptura con un sistema que ya no aseguraba el bien común, y de la instauración de un nuevo orden más apto para procurarlo. No todas las revoluciones son necesariamente buenas. Algunas no son más que revueltas palaciegas y no producen más que cambios de opresión del pueblo. Algunas hacen más mal que bien, “engendrando nuevas injusticias…” (Populorum progressio). El ateísmo y el colectivismo a los cuales ciertos movimientos creen deber ligarse, son peligros graves para la humanidad. Pero la historia muestra que ciertas revoluciones eran necesarias y se han desprendido de su antirreligión momentánea produciendo buenos frutos. Ninguna lo prueba más que la que en 1789 en Francia permitió la afirmación de los derechos del hombre (cf. Pacem in Terris). Muchas de nuestras naciones han debido, o deben, operar con estos cambios profundos. ¿Cuál debe ser la actitud de los cristianos y de las Iglesias frente a esta situación? Paulo VI ya ha esclarecido nuestro camino por medio de la encíclica sobre el progreso de los pueblos (Populorum Progressio).
4. Desde el punto de vista doctrinal, la Iglesia sabe que el Evangelio exige la primera y radical revolución: la conversión, la transformación total del pecado en la gracia, del egoísmo en amor, del orgullo en servicio humilde. Y esta conversión no es solamente interior y espiritual, sino que se dirige a todo el hombre, corpóreo y social al mismo tiempo que espiritual y personal. Tiene un aspecto comunitario lleno de consecuencias para la sociedad entera, no sólo para la vida terrenal, sino sobre todo para la vida eterna en Cristo, quien, desde las alturas, atrae hacia El a toda la humanidad. Tal es a los ojos del cristianismo el desarrollo integral del hombre. De esta manera, el Evangelio ha sido siempre, visible o invisiblemente, por la Iglesia o fuera de ellas, el más poderoso fermento de las mutaciones profundas de la humanidad desde hace veinte siglos.
5. Sin embargo, en su peregrinación histórica terrenal, la Iglesia ha estado prácticamente siempre ligada al sistema político, social y económico que, en un momento de la historia, asegura el bien común o. al menos, cierto orden social. Por otra parte las Iglesias se encuentran de tal manera ligadas al sistema, que parecen estar confundidos, unidos en una sola carne como en un matrimonio. Pero la Iglesia tiene un solo esposo, Cristo. La Iglesia no está casada con ningún sistema, cualquiera que éste sea, y menos con el “imperialismo internacional del dinero” (Pro-pulorum Progressio), como no lo estaba a la realeza o al feudalismo del antiguo régimen, y como tampoco lo estará mañana con tal o cual socialismo. Basta con examinar la historia para ver que la Iglesia ha sobrevivido a la ruina de los poderes que en un tiempo creyeron deber protegerla o poder utilizarla. Actualmente la doctrina social de la Iglesia, reafirmada por el Vaticano II, la ha rescatado ya de este imperialismo del dinero, que parece ser una de las fuerzas a las cuales estuvo ligada durante algún tiempo.
6. Después del concilio se elevaron voces enérgicas que pedían se terminara con esta coalición temporal de la Iglesia y el dinero, denunciada de diversos lados. Ciertos obispos han dado ya el ejemplo. Nosotros mismos tenemos el deber de hacer un examen serio de nuestra situación respecto de este problema, y de liberar nuestras Iglesias de toda servidumbre respecto de las grandes finanzas internacionales. “No se puede servir a Dios y al dinero”.
7. Frente a la evolución actual del imperialismo del dinero, debemos dirigir a nuestros fieles, y plantearnos nosotros mismos, la advertencia que dirigió a los cristianos de Roma el vidente de Patmos frente a la caída inminente de esa gran ciudad prostituida en el lujo gracias a la opresión de los pueblos y al tráfico de esclavos. “Salid; pueblo mío; partid, no sea que solidarios de sus faltas, vayáis a padecer sus plagas”. (Apoc. 18-4).
8. En cuanto a lo que la Iglesia tiene de esencial y de permanente, es decir, su fidelidad y su comunión con Cristo en el Evangelio, nunca es solidaria de ningún sistema económico, político y social. En el momento en que un sistema deja de asegurar el bien común en beneficio del interés de unos cuantos, la Iglesia debe no solamente denunciar ¡a injusticia sino además separarse del sistema inicuo, presta a colaborar con otro sistema mejor adaptado a las necesidades del tiempo, y más justo.
9. Esto vale para los cristianos, así como para sus jefes jerárquicos y para las Iglesias. En este mundo nosotros no tenemos ciudades permanentes, ya que nuestro jefe Jesucristo quiso sufrir fuera de la ciudad (Heb. 13, 12, 14). Que nadie de nosotros permanezca vinculado a los privilegios o al dinero, sino que esté listo a “poner sus bienes en común… ya que en estos sacrificios encuentra Dios placer” (Heb. 13, 16). Incluso si no hemos sido capaces de hacerlo de buen grado y por amor, sepamos por lo menos reconocer, la mano de Dios que nos corrige como hijos en los acontecimientos que nos obligan a este sacrificio. (Heb. 12, 5).
10. Nosotros no juzgamos ni condenamos a nadie de los que frente a Dios han creído o creen deber exiliarse para salvaguardar su fe o la de sus descendientes. Los únicos que deben ser condenados con energía son los que expulsan a las poblaciones oprimiéndolas material o espiritualmente, o tomando sus tierras.
Los cristianos y sus pastores deben permanecer en el pueblo, sobre la tierra que es suya. La historia muestra que no es bueno a largo plazo que un pueblo se exile lejos de su tierra y se refugie en otra parte. Se debe, o bien defender su tierra contra un extranjero agresor injusto, o aceptar los cambios del régimen que se imponen en su país. Es una falta de los cristianos no ser solidarios de su país y de su pueblo en el momento de la prueba, sobre todo si dichos cristianos son ricos y huyen en realidad solamente para salvar su riqueza y sus privilegios. Ciertamente una familia o una persona puede estar obligada a emigrar para buscar trabajo conforme al derecho de emigración (cf. Pacem in Terris). Pero los éxodos masivos de cristianos pueden causar situaciones lamentables. Es sobre su tierra, en su pueblo, donde los cristianos son llamados normalmente por Dios para realizar su vida en solidaridad con sus hermanos de alguna religión, cualquiera que ésta sea, para ser ellos los testigos del amor que Cristo tiene a todos.
11. En cuanto a nosotros, sacerdotes y obispos, tenemos el deber más apremiante todavía de permanecer en nuestro lugar, ya que somos los vicarios del Buen Pastor, que lejos de huir como los mercenarios en el momento de peligro, permanece en medio de la multitud listo a dar su vida por los suyos (Jn. 10, 11-18). Si Jesús ordenó a sus apóstoles pasar de ciudad en ciudad (Mt. 10.23), es únicamente en el caso de persecución personal a causa de la fe; esto es diferente de los casos de guerra o de revolución que conciernen a todo un pueblo con el cual debe sentirse solidario el pastor. Este debe permanecer en el pueblo. Si todo el pueblo decidiera exilarse, el pastor podría seguir a la multitud. Pero él no puede salvarse solo, ni con una minoría de aprovechados o de miedosos.
12. Más aún, los cristianos y sus pastores deben saber reconocer la mano del Todopoderoso en los acontecimientos que, periódicamente, deponen a los poderosos de sus tronos y elevan a los humildes, devuelven a los ricos las manos vacías y sacian a los hambrientos. Actualmente, “el mundo pide, con tenacidad y virilidad, el reconocimiento de la dignidad humana en toda su plenitud, la igualdad social de todas las clases”. Los cristianos y todos los hombres de buena voluntad no pueden más que adherirse a este movimiento, incluso si tienen que renunciar a sus privilegios y a sus fortunas personales, en beneficio de la comunidad humana en una socialización más grande. La Iglesia no es de ninguna manera la protectora de las grandes propiedades. Ella pide, con Juan XXIII, que la propiedad sea repartida a todos, ya que la propiedad tiene por principio un destino social. Paulo VI recordaba hace poco la frase de San Juan: “Si alguno que goce de las riquezas del mundo ve a su hermano en la necesidad y le cierra sus entrañas, ¿cómo habitará en él el amor de Dios?” (I Jn. 3, 17), y la frase de San Ambrosio: “La Tierra se ha dado a todo el mundo y no solamente a los ricos” (Populorum Progressio).
13. Todos los padres, tanto orientales como occidentales, repiten el Evangelio: “Comparte tu cosecha con tus hermanos. Comparte la recolección que mañana estará podrida. ¡Atroz avaricia la que deja todo enmohecer antes que dejarlo a los menesterosos!” “¿A quién hago daño dando lo que me pertenece?”, responde el avaro. “¿Pero cuáles son, dime, los bienes que te pertenecen? ¿De dónde los has sacado? Tú te pareces a un hombre que, tomando un lugar en el teatro, quisiera impedir entrar a los otros y esperara gozar solo del espectáculo al cual todos tienen derecho. Tal son los ricos: se declaran dueños de los bienes comunes que han acaparado porque han sido los primeros en ocuparlos. Si cada uno no guardara más de lo que es necesario para sus necesidades cotidianas, y dejara lo superfluo a los indigentes, la riqueza y la pobreza serían abolidas… Al hambriento pertenece el pan que tú guardas. Al hombre desnudo, el abrigo que encierran tus cofres. AI descalzo, los zapatos que se pudren en tu casa. Al miserable, el dinero que tienes oculto. Asi oprimes a tanta gente que podrías ayudar. . . No, no es tu rapacidad la que se condena aquí sino tu negativa a compartir” (San Basilio. Homilía Contra la riqueza).
14. Teniendo en cuenta ciertas necesidades para ciertos progresos materiales, la Iglesia desde hace un siglo, ha tolerado al capitalismo con el préstamo a interés legal y sus otros usos poco conformes con la moral de los profetas y del Evangelio Pero ella no puede más que regocijarse al ver aparecer en la humanidad otro sistema social menos alejado de esta moral. Tocará a los cristianos de mañana, según la iniciativa de Paulo VI, reconducir a sus verdaderas fuentes cristianas estas corrientes de valores morales que son la solidaridad, la fraternidad (cf. Ecclesiam Suam). Los cristianos tienen el deber de mostrar “que el verdadero socialismo es el cristianismo integralmente vivido, en el justo reparto de los bienes y la igualdad fundamental” Lejos de contrariarse con él, sepamos adherirlo con alegría, como a una forma de vida social mejor adaptada a nuestro tiempo y más conforme con el espíritu del Evangelio. Así evitaremos que algunos confundan Dios y la religión con los opresores del mundo de los pobres y de los trabajadores, que son, en efecto, el feudalismo, el capitalismo y el imperialismo. Estos sistemas inhumanos han engendrado a otros que, queriendo liberar a los pueblos, oprimen a las personas si estos otros sistemas caen dentro del colectivismo totalitario y la persecución religiosa. Pero Dios y la verdadera religión no tienen nada que ver con las diversas formas del Mammón de la iniquidad. Al contrario, Dios y la verdadera religión están siempre con los que buscan promover una sociedad más equitativa y fraternal entre todos los hijos de Dios en la gran familia humana.
15. La Iglesia saluda con orgullo y alegría una humanidad nueva donde el honor no pertenece al dinero acumulado entre las manos de unos pocos, sino a los trabajadores, obreros y campesinos. Pues la Iglesia no es nada sin El que sin cesar le da su ser y su hacer, Jesús de Nazareth, quien durante tantos años ha querido trabajar con sus manos para revelar la eminente dignidad de los trabajadores. “El obrero es infinitamente superior a todo el dinero” como recordaba un obispo en el Concilio. Otro obispo, de un país socialista, declaraba igualmente: “Si los obreros no llegan a ser de alguna manera propietarios de su trabajo, todas las reformas a las estructuras serán ineficaces. Incluso si los obreros a veces reciben un salario más alto en algún sistema económico, ellos no se contentarán con estos aumentos de salario. Ellos quieren ser propietarios y no vendedores de su trabajo. Actualmente los obreros son cada vez más concientes de que el trabajo constituye una parte de la persona humana. Pero la persona humana no puede ser vendida ni venderse. Toda compra o venta del trabajo es una especie de esclavitud… La evolución de la sociedad humana progresa en este sentido, y con seguridad dentro de ese sistema del que se afirma no ser tan sensible como nosotros en cuanto a la dignidad de la persona humana, es decir, el marxismo”. (F. Franic, Split, Yugoeslavia, el 4 de octubre de 1965).
16. Es decir que la Iglesia se regocija de ver desarrollarse en la humanidad formas de vida social donde el trabajo encuentra su verdadero lugar, que es el primero. Como lo reconocía el archípreste Borovoi en el Consejo Ecuménico de las Iglesias, hemos incurrido en el error de acomodarnos a principios jurídicos paganos heredados de la antigua Roma, pero en este terreno, Occidente no ha pecado menos que Oriente. “De todas las civilizaciones cristianas, el bizantinismo es el que más ha contribuido a santificar simplemente el mal social. Adoptó sin objeción toda la herencia social del mundo pagano y le confirió unción sacramental. El derecho civil del imperio romano pagano fue conservado bajo la vestidura de la tradición eclesiástica, durante mucho más de mil años en Bizancio y en la Europa medieval, y durante algunos siglos en Rusia a partir de la época (siglo VI) en que nuestro país comenzó a considedarse como el heredero de Bizancio. Pero esto es radicalmente opuesto a la tradición social del cristianismo primitivo y de los padres griegos, a la predicación misionaría de nuestro Salvador y a todo el contenido de las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento que no envejecen jamás. (C. D. E. 12-7 1966, Iglesia y Sociedad, Géneva).
17. Que nadie vaya a buscar en nuestras palabras alguna inspiración política. Nuestra única fuente es la Palabra del que habló a los profetas y a los apóstoles. La Biblia y el Evangelio denuncian como pecado contra Dios todo golpe a la dignidad del hombre creado a su imagen. Dentro de esta exigencia de respeto en cuanto a la persona humana, los ateos de buena fe reúnen ahora a los creyentes para un común servicio a la humanidad en su búsqueda de justicia y de paz. Igualmente nosotros podemos dirigir con confianza a todos palabras de aliento, ya que para todos es necesario mucho valor y fuerza para llevar a buen término la inmensa y urgente tarea que es la única que puede salvar al Tercer Mundo de la miseria y del hambre y librar a la humanidad de la catástrofe de una guerra nuclear:
“Nunca más la guerra, abajo las armas”.
18. El pueblo de los pobres y los pobres de los pueblos en medio de los cuales nos ha puesto el Misericordioso como pastores de una pequeña multitud, saben por experiencia que deben contar con ellos mismos y con sus propias fuerzas, antes que con la ayuda de los ricos. Ciertamente algunas naciones ricas o algunos ricos de ciertas naciones dan una ayuda apreciable a nuestros pueblos, pero sería una ilusión esperar pasivamente una libre conversión de aquellos de quienes nuestro Padre Abraham nos previene “que ellos no escucharán ni al que resucite de entre los muertos”. (Le. 15, 31). Es primero a los pueblos pobres y a los pobres de los pueblos a quienes corresponde realizar su propia promoción. Que vuelvan a tener confianza en ellos mismos, que se instruyan, saliendo del analfabetismo, que trabajen con tenacidad para construir su destino, que se cultiven utilizando todos los medios que la sociedad moderna pone a su alcance, como la escuela y los periódicos: que escuchen a los que pueden despertar y formar la conciencia de las masas y sobre todo la palabra de sus pastores. Que éstos les dispensen integralmente la Palabra de la Verdad y el Evangelio de la justicia. Que los laicos militantes de los movimientos apostólicos comprendan y pongan en práctica la exhortación de nuestro Papa Paulo VI “…corresponde a los laicos, por su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y directivas, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las costumbres de su comunidad de vida. Los cambios son necesarios, las reformas profundas, indispensables; deben emplearse resueltamente para insuflarles el espíritu evangélico…” (Populorum Progressio). En fin, que los trabajadores y los pobres se unan, ya que únicamente la unión hace la fuerza de los pobres para exigir y promover la justicia en la verdad.
19. El pueblo tiene hambre de verdad y de justicia, y los que han recibido el cargo de instruirlo y educarlo deben hacerlo con entusiasmo. Algunos errores deben ser disipados con urgencia: no, Dios no quiere que haya ricos que aprovechen los bienes de éste mundo explotando a los pobres. No, Dios no quiere que haya pobres siempre miserables. La religión no es el opio del pueblo. La religión es una fuerza que eleva a los humildes y rebaja a los orgullosos, que da pan a los hambrientos y hambre a los hartos. Ciertamente Jesús nos previno que siempre habría pobres entre nosotros (Juan, 12, 8), pero es porque siempre habrá ricos para acaparar los bienes de este mundo y de igual manera ciertas desigualdades debidas a las diferencias de capacidades y a otros factores inevitables. Pero Jesús nos enseña que el segundo mandamiento es igual al primero, ya que no se puede amar a Dios sin amar a sus hermanos los hombres. El nos previene que todos los hombres seremos juzgados por una sola frase: “Tuve hambre y me disteis de comer… Yo era aquél que tenía hambre” (Mat. 25/31.46). Todas las grandes religiones y sabidurías de la humanidad hacen eco de esta frase. Así el Corán anuncia la última prueba a la que son sometidos los hombres en el momento del juicio de Dios: “¿Cuál es esta prueba? La de redimir a los cautivos, de alimentar durante la carestía al huérfano… o al pobre dormido en el suelo… y de hacerse una ley de la misericordia”. (Sour, 90, 11-18).
20. Nosotros tenemos el deber de compartir nuestro pan y todos nuestros bienes. Si algunos pretenden acaparar para ellos mismos lo que es necesario a los otros, entonces es un deber de los poderes públicos imponer el reparto que no se hace de buen grado. El Papa Paulo VI lo recuerda en su última encíclica: “El bien común exige a veces la expropiación, si, a causa de su extensión, de su explotación débil o nula, de la miseria que de ello resulta para las poblaciones, del daño considerable causado a los intereses del país, ciertos dominios son obstáculos para la seguridad colectiva. Al afirmarlo con claridad, el Concilio ha recordado no menos claramente que la renta imponible no está abandonada al libre capricho de los hombres, y que las especulaciones egoístas deben ser suprimidas. Ya no podrá permitirse que los ciudadanos provistos de rentas abundantes, provenientes de los recursos y la actividad nacionales, transfieran una parte considerable al extranjero para su beneficio personal, sin preocuparse, del daño que hacen sufrir por ello a su patria”. (Populorum Progressio). No se puede admitir tampoco que los ricos extranjeros vengan a explotar a nuestros pueblos pobres bajo el pretexto de hacer comercio o industria, como no puede tolerarse que algunos ricos exploten a su propio pueblo. Esto provoca la exasperación de los nacionalismos siempre lamentables, opuestos a una verdadera colaboración de los pueblos.
21. Lo que es verdadero para los individuos lo es para las naciones. Por desgracia, actualmente ningún gobierno verdaderamente mundial puede imponer la justicia entre los pueblos y repartir equitativamente los bienes. El sistema económico en vigor actualmente permite a las naciones ricas seguir enriqueciéndose aunque incluso ayuden un poco a las naciones pobres, que proporcionalmente se empobrecen. Estas tiene el deber de exigir, por todos los medios legítimos a su alcance, la instauración de un gobierno mundial, en el que todos los pueblos sin excepción estén representados, y que sea capaz de exigir, incluso hasta imponer una repartición equitativa de bienes, condición indispensable para la paz. (cf. Pacem in Terris y Populorum Progressio.)
22. En el interior mismo de cada nación, los trabajadores tienen el derecho y el deber de unirse en verdaderos sindicatos con el fin de exigir y defender sus derechos: justo salario, licencias pagadas, seguridad social, viviendas familiares, participación en la gestación de la empresa… No es suficiente que estos derechos sean reconocidos sobre el papel por las leyes. Estas leyes deben ser aplicadas y corresponde a los gobiernos ejercer sus poderes en este terreno para servicio de los trabajadores y los pobres. Los gobiernos deben abocarse a hacer cesar esa lucha de clases que, contrariamente a ¡o que de ordinario se sostiene, han desencadenado los ricos con frecuencia y continúan realizando contra los trabajadores, explotándolos con salarios insuficientes y condiciones inhumanas de trabajo. Es una guerra subversiva que desde hace mucho tiempo lleva a cabo taimadamente el dinero a través del mundo, masacrando a pueblos enteros. Ya es tiempo de que los pueblos pobres, sostenidos y guiados por sus gobiernos legítimos, defiendan eficazmente su derecho a la vida. Dios se reveló a Moisés diciendo: “He visto la miseria de mi pueblo; he escuchado el grito que le arrancan sus explotadores… Y he resuelto liberarlo” (Éxodo, 3-7). Jesús tomó sobre sí a toda la humanidad para conducirla a la Vida Eterna, cuya preparación terrenal es la justicia social, primera forma del amor fraternal. Cuando Cristo, por medio de su resurrección libera a la humanidad de la muerte, conduce todas las liberaciones humanas a su plenitud eterna.
23. De esta manera dirigimos a todos esta frase del Evangelio que algunos de entre nosotros7 dirigieron el año pasado a su pueblo con esta misma inquietud y animados por esta misma esperanza de todos los pueblos del Tercer Mundo: “Nosotros os exhortamos a permanecer firmes e intrépidos, como fermento evangélico en el mundo del trabajo, confiados en la palabra de Cristo: “Poneos de pie
y levantad la cabeza, pues vuestra liberación está próxima”. (Luc. 21-28)”.
Helder Cámara, arzobispo de Recife, Brasil.
Jean-Baptiste Da Mota e Alburquerque, arzobispo de Victoria, Brasil.
Luis Gonzaga Fernandes, auxiliar de Victoria, Brasil.
Georges Mercier, obispo de Laghouat, Sahara, Argelia.
Michel Darmancier, obispo de Wallis et Futuna, Oceania.
Armand Hubert, vicario apostòlico, Heliópolis, Egipto.
Angel Cuniberti, vicario apostólico de Florencia, Colombia.
Severino Mariano de Aguiar, obispo de Pesqueira, Brasil.
Frank Franic, obispo de Split, Yugoeslavia.
Francisco Austregesilo de Mesquita, obispo de Afogados de Ingazeira, Brasil. Gregoire Haddad, obispo melquita auxiliar de Beiruth. Líbano.
Manuel Pereira de Costa, obispo da Campiña Grande, Brasil.
Charles Van Melckebeke obispo de Ning Hsia (China), visitador apostólico en Sin-gapur.
Antonio Batista Fragoso, obispo de Crateus, Brasil.
Etienne Loosdregt, obispo de Vicentiane, Laos.
Jacques Grent, obispo de Tual, Maluku, Indonesia.
David Picao, obispo de Santos, Brasil.
Fuete:
El Manifiesto. Mensaje de los 18 obispos del Tercer Mundo. 15 de Agosto de 1967.
Mangione, Mónica. El movimiento de sacerdotores para el Tercer Mundo.2001. Editado en Buenos Aires. Argentina, Agosto de 2001